Sobre la Navidad

ENCUENTROS 5

Nelson Martínez Rust

¡Bienvenidos!


¡Es Navidad! Con las primeras vísperas de la natividad del Señor se inició el “Tiempo de La Navidad”, que se prolonga hasta la fiesta de “El Bautismo del Señor”. En el transcurrir de este tiempo la Iglesia conmemora las fiestas de “La Sagrada Familia”, “María, Madre de Dios”, “La Epifanía del Señor” para finalizar con “El Bautismo del Señor”. La agrupación de estas celebraciones tiene como fin mostrar al fiel cristiano el misterio de un Dios que se ha hecho hombre: es la de suscitar la fe en el misterio de Cristo. San Agustín lo entendió muy bien, y en consecuencia afirma: “Despierta, hombre: por ti Dios se hizo hombre. Despierta, tú que duermes, surge de entre los muertos; y Cristo con su luz te alumbrará. Te lo repito: por ti Dios se hizo hombre. Estarías muerto para siempre, si él no hubiera nacido en el tiempo. Nunca hubieras sido librado de la carne del pecado, si él no hubiera asumido una carne semejante a la del pecado. Estarías condenado a una miseria eterna, si no hubieras recibido tan gran misericordia. Nunca hubieras vuelto a la vida, si él no se hubiera sometido voluntariamente a tu muerte. Hubieras perecido, si él no te hubiera auxiliado. Estarías perdido sin remedio, si él no hubiera venido a salvarte. Celébremos, pues, con alegría la venida de nuestra salvación y redención. Celebremos este día de fiesta, en el cual el grande y eterno Día, engendrado por el que también es grande y eterno Día, vino al día tan breve de esta nuestra vida temporal” (San Agustín; Sermón 185).


Ante la invitación que el Santo de Hipona formula, surge una pregunta: ¿Quién es ese niño nacido en Belén? O si se quiere, ¿qué significado tiene la Navidad para el hombre de hoy? Esta interrogante conduce necesariamente a otra: ¿Qué significado tiene la Navidad en la vida de cada cristiano? En el fondo estas interrogantes pueden reducirse a una.


La historia, que es maestra de la vida, nos sirve de guía en la búsqueda de una respuesta a nuestro interrogante; y es que la humanidad se define a partir de Cristo…y también la misma Iglesia.
En efecto, en los períodos de grandes crisis, la Iglesia recurre a su fundador, al niño nacido en Belén, como respuesta a su existencia; y es que tiene plena conciencia de que si prescinde del “Hijo del hombre” no tiene ninguna razón para existir. Al vaciarse de su contenido original se reduce a una simple “Organización No Gubernamental” – ONG - con una muy marcada, probada y eficaz finalidad asistencial, económica o política, sustentada por ideologías y no más. Y es que la Iglesia no puede olvidar que ella cumple una doble grande e intransferible finalidad que no puede ser cumplida por ninguna otra organización: 1º.- Rendir la alabanza debida a Dios, por medio de la cual la humanidad entera reconoce y manifiesta el señorío de Dios-Padre sobre toda la creación y 2º.- La Iglesia, por medio de la predicación de la Palabra y la administración de los Sacramentos, está llamada a brindar al hombre la posibilidad de alcanzar la vida eterna.
El Concilio Vaticano II comprendió esta verdad de manera diáfana. Efectivamente entre los grandes movimientos de renovación eclesial que desembocaron en la realización del Concilio Vaticano II, el lugar primario y fundante de todas las demás reformas conciliares correspondió a la renovación litúrgica y a una nueva presentación del contenido de fe nacida, principalmente, de la renovación de los estudios tanto de la Sagradas Escrituras como de la teología sacramental. Ambas renovaciones representaron el inicio, el fundamento y la fuente en la que posteriormente se alimentaron la renovación para una mayor toma de conciencia de quien o qué cosa es la Iglesia, del movimiento ecuménico, de la nueva reflexión pastoral, del movimiento laical y de los otros resurgir de la Iglesia en el mundo contemporáneo. La persona de Cristo y su mensaje se constituían de esta manera en el núcleo – la esencia – de toda la naturaleza de la Iglesia: solo Él brinda su significado y razón de ser. Todo ello no fue por mera casualidad: en efecto, la Iglesia vive de y para la Palabra de Dios y para los sacramentos. De esta manera el Vaticano II ha puesto de relieve en diversos pasajes la función salvífico-mediadora que se lleva a cabo mediante la Palabra de Dios y su relevancia fundamental y normativa en el conjunto de la praxis de la Iglesia; de la misma manera también ha puesto de manifiesto el servicio pastoral de la Iglesia al estar al servicio, no solo de la Palabra, sino también de los Sacramentos. Como testimonio de lo afirmado se puede recurrir a la lectura de los siguientes pasajes conciliares: SC 6;35;56; LG 20s; 28s; CD 11-14, 15, 30; PO 4; GS 38.
Desde esta perspectiva la Navidad se presenta a nuestros ojos como una nueva creación. Empecemos con una afirmación sencilla y obvia: el ser humano vive en el mundo. Por consiguiente, las cosas no son sólo exteriores a él; el ser humano las lleva en sí en la medida que las ve, oye y las entiende. En esa medida significa algo para él. Las cosas se convierten en un trozo de su ser, de su vida, de su existencia. Solo el ser humano trasforma en claridad y en significado la realidad que le circunda aun cuando ésta en sí misma sea oscura y opaca. Solo mediante el ser humano, la realidad creada llega a conocerse a sí misma, del mismo modo que, al revés, el ser humano se alcanza a sí mismo en su referencia con mundo y en conflicto con él.
Esta reciprocidad entre el hombre y el mundo, expuesta de manera tan sintética, se corresponde en lo esencial con la visión que nos brindan las Sagradas Escrituras. En efecto, también las Sagradas Escrituras consideran al mundo bajo un ángulo antropológico. Según el primer relato de la creación, Gn 1, 26-28, el mundo tiene en el ser humano su cima y corona – su plenitud -: “Sed fecundos y multiplicaos, henchid la tierra y sometedla; mandad en los peces del mar y en las aves del cielo y en todo animal que repta sobre la tierra” (v. 28). Mientras que en el segundo relato (Gn 2,7) se enseña: “…modeló al hombre con polvo del suelo, e insufló en sus narices aliento de vida, y resultó el hombre un ser viviente”. El hombre se presenta como centro de la creación. El ser humano es entendido desde el mundo, desde la tierra; formado del polvo de la tierra de cultivo, es “terrícola” y “agrícola”. Así pues, todo el mundo se encuentra referido al hombre, y éste, a su vez, se encuentra remitido al mundo. En ambos relatos, tanto el hombre como las cosas, solo son determinables en reciprocidad. De esta manera las cosas llegan a ser más que simple cosas.
A esta relación se le ha dado el nombre de “Símbolo”. Entendiendo por “Símbolo” todo aquello que existe y tal como existe, pero en referencia al ser humano. Con otras palabras, sólo hay “símbolo” desde el ser humano y con la vista puesta en él, ya que él simboliza todas las cosas; solo hay “símbolos” en el trato del hombre con el mundo. Ahora bien, esta relación de convivencia creada por Dios de manera excelente, el pecado original la trastocó y, por consiguiente, también trastocó la convivencia humana con lo creado: el hombre pensó, se propuso y se creyó con derecho de usurpar el puesto de Dios en la creación (Gn 2,8-3,13). De esta manera no solo se arruinó la relación del hombre con Dios sino también con toda la realidad circundante. La superación de este desastre exigía una nueva creación: “Enemistad pondré entre ti y la mujer, entre tu linaje y su linaje: él te pisará la cabeza mientras acechas tu su calcañar” (Gn 3,15). Promesa que se habría de cumplir en el Nuevo Testamento (Lc. 2,1-20). Cristo, al encarnarse, crea una nueva imagen del hombre que corrige y supera la imagen de Adán quebrantada por el pecado: “’Él es imagen de Dios invisible, primogénito de toda creatura; pues por medio de Él fueron creadas todas las cosas; celestes y terrestres, visibles e invisibles, Tronos, Dominaciones, Principados, Potestades; todo fue creado por Él y para Él…Y por Él quiso reconciliar consigo todas las cosas…” (Col 1,12-20)
Terminemos nuestra reflexión volviendo a San Agustín: “Así, pues, en la encarnación se ha manifestado la misma Vida en persona, y se ha manifestado para que, al hacerse visible, ella, que solo podía ser contemplada con los ojos del corazón, sanara los corazones. Porque la Palabra sólo puede ser contemplada con los ojos del corazón; en cambio, la carne puede ser contemplada también con los ojos corporales. Éramos capaces de ver la carne, pero no a la Palabra; por esto la Palabra se hizo carne, que puede ser vista por nosotros, para sanar en nosotros lo que nos hace capaces de ver a la Palabra” (Tratado 1)

Valencia. Enero 1; 2023

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