Por el Padre Cornelio Marín
Ejido. Luces como una dama medieval, con un vestido de volados ancho y floriado, tu cabello negro azabache recogido y adornado con un manojo de florecitas silvestres y hermosos lirios del valle.
Tus manos frondosas atrapan el movimiento de tu cintura bajo el sonar de la exquisita música antañera, las orquestas y bandas dibujan tu gloria entre el clarín de sus trompetas, y la música de cuerda atrapa el acervo de su magia cultural.
Aún conservas vestigios del pasado, aún se siente el sabor de la miel bajo el perfume de la suave brisa mañanera.
No quieres dejar las antiguas costumbres que cuelgan en las viejas cornisas de aquellas casitas de barro, ni las excelsas tradiciones en las manos labriegas de una abuelita amasando la harina para el pan de la media tarde.
Quien te hubiera visto en tus tiempos de gloria, tu lozanía es igual que ayer, tu mirada es la misma de antes, no has cambiado ni un ápices de lo que eres, jovial como el tiempo, dulce como el sabor del caimito maduro.
Tus calles son como el manantial, siguen llevando su fragor, débil y sutil. Aquella plaza de ilustres momentos, donde se han sentado tantos lugareños para deshilar sus memorias, son testigos las palmeras que se alzan como queriendo rascar el augusto cielo, sus hojas figuran cuerdas de guitarras entre notas y plegarias.
Sus casas llevan el vestigios del pasado, aún guardan sus corredores y zaguanes con sus brocales de piedra, sus helechos colgando como verdes tentáculos en medio de un cálido jardín.
Allá en sus esquinas alguien murmura, alguien no se quién deja escurrir su carcajada, es un chiste u quizá una ironía. Sus calles llevan nombres de ilustres como Fernández Peña, monseñor Duque. Es el recuerdo longevo de un pretérito momento.
Por la tarde llega el mejor visitante, el amigo que todos esperan y ansían ver, sí, el amigo que se escapa allá en la cocina entre los platos y posillos de peltre, llega acompañado por un trozo de pan y la grata aroma del molino, me refiero al café, sí el café. Tan negro como la oscura noche, el vicio del abuelo en su silla de mimbre.
Su cielo apacible tan azul como un inmenso océano, manchado por algún nubarrón, como los ojos de mi madrecita contemplando su viejo altarcito, cruzando sus dedos en las cuentas del rosario.
Allá a lo lejos cuelgan tus montañas, imponentes y frondosas, te rodean como una reina, realmente lo eres, tu cetro es la caña, tus Ordaz son los arreboles, al pie de tu vestido corre el río Chana, como una vieja costurera trazando un volado blando, una cinta nupcial.
El páramo del conejo, deja correr sus gélidas cascadas como pliegues nubiales en lo alto de tu costado, el manzano y el alto del Portachuelo te observan en la distancia, como una mirada errante que se pierde tras el horizonte.
El niguaz canta lleno de melancolía y la guacamaya con su graznido áspero augura una mañana soleada. Por la tarde repican las campanas de su imponente templó y las almas nobles emprenden su procesión, para caer de rodillas frente al altar Mayor.
Cierra la noche con escasas luces y las estrellas se asoman sorprendidas por el silencio, los afanes se dejan aún lado y el descanso se hace oportuno. Todos piensan: ¿Qué se hará mañana?
De esta manera termina la faena del ejiense y el bello pueblo con traje lucitano sigue floreciendo en la mente del soñador, no faltará quien te admire y haga resplandecer tu límpido rostro en una de tus avenidas u, en un trozo de papel allá en la portada de un libro.
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