LA ALDEA DE SAN PEDRO

LA ALDEA DE SAN PEDRO
.Allá en aquellas lejanas serranías, muy cerca del cielo, donde parece que la distancia encuentra la unión fraterna entre lo humano y lo divino, existe un pueblito al pie de las montañas, el cual se vislumbra ante las miradas poseídas de curiosidad y una interrogante para el que no lo conoce: ¿Cómo se llamará aquél pueblito que aparece sereno, mirando el horizonte, cuyas casitas de blanco acentúan su relieve y su pequeña capilla de amarillo se confunde con los primeros rayos del sol?
Es la aldea de San Pedro como lo llaman sus lugareños, en él se puede sentir toda una pasión misteriosa que cubre el corazón, puesto que desde su pequeña placita, se contempla parte de la sierra nevada y el páramo de los conejos, la cara del indio y los picos imponentes que adornan a la ciudad de Mérida, junto al pico don pedro a las cabeceras del portachuelo. En las mañanas decembrina, donde el olor de las albricias provenientes de sus altas cumbres y el sabor de los frailejones, le regalan el fresco perfume que atrapa el aroma de la navidad, lo que despierta en cada uno de sus habitantes la alegría y la cordialidad.
Son esas mañanas donde el frío se impone señoreando por sus corredores y las siluetas de nuestras sombras se estiran como un gigante que contrastan con nuestro tamaño cuando el sol de frente nos atrapa. Donde el roció mañanero aparece convertido en pequeñitas gotas de agua como un grano de cristal y la sabana humedecida oculta el canto agudo de un grillo anunciando el inicio del nuevo día.
Donde el sonar de los cascos de un caballero irrumpe en la madrugada y el viento en tiempo de verano crea pequeños remolinos de polvo allá en sus largas carreteras de piedras, donde las vacas pastean moviendo sus colas a la orilla de los caminos y las florecitas amarillas revisten los alambrados con el suave ronsorroneo de un abejón en busca de su polen.
Su gente cálida y llena de cariño, prestan su cordialidad a quienes van de visita, y en los tiempos de sus fiestas, donde la fe los cubre de bendiciones, dejan sus afanes para mudarse al pueblo y participar de los más sagrado cuando su Santo patrón los llama, aquellas mujeres de sombrero, y hombres a caballo emprenden sus caminatas desde sus distintas aldeas: Mucután, Mucusurú, los potreritos, San Agustín, Mucusas y Mocotoné.
Todos ellos llegan sudorosos y cansados, con sus rostros enrojecidos y comidos de fatiga por el calor, las madres con sus niños montados sobre el lomo de sus mulas se desmontan en la plaza, mientras la bestia se refresca con pequeños sorbos de agua para mitigar su sed. Todo comienza lleno de alegría, la calle se adorna con banderillas y bambalinas y los morteros de vez en cuando revientan en lo alto anunciando que la misa va a comenzar. El silencio empieza a desaparecer y las conversaciones se tornan más frecuentes, las campañas de la capilla revientan con un sonido agudo y poco a poco todos se dirigen asiduos a sus costumbres, para salir en procesión cargando la imagen alrededor de la plaza entre violines y pólvora. Nunca falta el borrachito que con varios traguitos le de sabor al momento y el joven enamorado que aprovecha el momento para regalar sus cortejos. Cuando todo termina, cada uno se vuelve a sus respectivos lugares, los niños con poco deseos quisieran que las fiestas no terminaran, hasta el sacerdote se marcha y las campanas de la capilla silentes se quedan esperando por otra ocasión. Al final todo vuelve a la calma, la gente emprende su regreso y el silencio se vuelve a imponer, quedando el pueblito bajo un tono de aburrimiento, muy pocos se vuelven a ver por la placita. Así todo termina para quedar la aldea sola con los pocos que allí viven y alguna mula suelta que furtivamente cruza la plaza.
Pbro. Cornelio Marín.






















































































































































































































































