REFLEXION EN EL DOMINGO DE PENTECOSTES -ciclo b-

Altar Comunidad Carmelitana


Con la celebración de Pentecostés culminamos el tiempo pascual; hemos celebrado la Pasión, Muerte, Resurrección y Ascensión del Señor Jesucristo quien nos envía su Santo Espíritu para prolongar su acción misericordiosa. Para nosotros, la Solemnidad de Pentecostés, es sinónimo de la presencia sensible del Espíritu Santo. Hablar de esa realidad misteriosa, maravillosa, única e irrepetible, es un atrevimiento. El Espíritu va más allá de toda palabra, de todo concepto, de toda abstracción, porque es Espíritu.
Para nuestros hermanos mayores en la fe, el pueblo que hoy llamamos judío, Pentecostés era la fiesta en la que revivían la alianza que, el Señor Dios, había hecho con ellos en el monte Sinaí; celebraban la entrega de los diez mandamientos, como camino hacia la libertad plena. Los cristianos católicos celebramos que en el día de Pentecostés, el inmediatamente posterior a la Resurrección del Señor, los discípulos vivieron una experiencia singular, una manifestación especial, con y del Espíritu Santo. Para ellos, como también para nosotros, el Espíritu Santo nos hace salir de nosotros mismos, para descubrir que el don de la fe, la esperanza y el amor; nos hace vivir como hermanos de todos los seres humanos, pues todos somos hijos de Dios.
A lo largo de los siglos hemos tratado de compartir la “sensación del Espíritu”; todo lenguaje humano es inadecuado para hablar con propiedad de quién es y cómo actúa el Espíritu Santo. Es un misterio de amor, ternura, perdón, alegría, bondad, generosidad y millones de realidades más. Los poetas, los místicos, los auténticos teólogos y maestros de espiritualidad, nos animan con sus palabras a vivir en el Espíritu de Dios, en El Espíritu Santo; ya desde los primeros escritos cristianos, que llamamos Nuevo Testamento, se afirma que el Espíritu Santo actúa de forma diversa y sorprendente en cada creyente; teólogos posteriores, como san Cirilo de Jerusalén o san Basilio Magno, compararon al Espíritu Santo con la lluvia o con el sol; es una misma agua pero en cada planta produce diferente fruto; es un mismo sol pero ilumina de forma diversa cada realidad. Algo similar hace el Espíritu Santo en cada ser humano; actúa en la persona, como afirma san Pablo, para el bien común.
El texto del evangelio que leemos siempre en la Solemnidad de Pentecostés, tomado de san Juan, habla que se nos da el Espíritu para que inundemos de perdón toda la humanidad. Sin perdón no es posible construir justicia, paz y libertad; sin perdón, el resentimiento se convierte en el conductor de la vida humana y por eso no cesa la producción, el tráfico y el uso de las armas de los semejantes contra los semejantes. Sin el perdón el ser humano pierde su rumbo y va a la propia destrucción.
El Espíritu Santo siempre causa una especie de terremoto, un huracán, dentro del ser humano para derribar los muros levantados por la falta de misericordia, comprensión, arrepentimiento y cambio de conducta. El Espíritu Santo quiere hacer que todos los seres humanos, llenos de la misericordia divina, construyamos una sociedad fraterna, justa, respetuosa, solidaria, llena de alegría y paz. Esto nos parece imposible pero “Dios todo lo puede".
La pandemia del coronavirus nos sigue haciendo replantear muchas situaciones; de muchas formas sigue siendo un gran grito a la auténtica conversión hacia nuestros semejantes. El Papa Francisco, a pesar de todos sus detractores fuera y dentro de la iglesia, nos sigue llamando a la verdadera conversión a Dios, a nuestros hermanos y al cuidado respetuoso de la creación. Para muchos las palabras, y las actitudes del Santo Padre, interfieren sus intereses políticos, económicos, religiosos y sociales; por eso no se cansan de atacarlo de mil formas diferentes. Quien es guiado, consolado y fortalecido por el Espíritu Santo, es vencedor en la tribulación y perdona “hasta setenta veces siete”. ¡Ven, Espíritu Santo y llena los corazones con el fuego de tu amor!

Pbro. Cándido Contreras (Mayo 2021)

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