LA TEORÍA DEL CONOCIMIENTO

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Por el Pbro. Dr. Horacio Carrero

Introducción


En primer lugar, con la expresión teoría del conocimiento se buscará una teorización de la cualidad filosófica o intelectual del tema del conocimiento. La teorización observará el conocimiento desde un enfoque autoreferencial y referencial. Autoreferencial, porque conocer es una tarea propia del sujeto
humano, y referencial, porque el conocimiento en él no funciona como un videotexto que designa simplemente un proceso de producción-reproducción, sino una aprehensión que sostiene enlaces claros con un referente concreto: el hombre mismo, el conocimiento y las cosas que totalizan el mundo.


En segundo lugar, el vínculo real entre sujeto-objeto, lejos de transformarlo en una intención maliciosa o idólatra, más bien comprenderlo en la fundamental distinción entre lo interior y lo exterior, pues uno expresa al otro, sin poner en duda que son dos términos necesarios y que ningún objeto genera razonamiento alguno.


¿Qué es el conocimiento?

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Es aquel del que no es desconocida su estirpe: la especie humana. Aunque carente de personalidad adquiere la que el hombre es, y con la que no se titubea de su existencia. Por ende, el conocimiento cuenta con una realidad —el hombre, exactamente su cráneo, su cerebro— en donde ha llegado a ser una presencia que puede obrar y tocarse. Por consiguiente, la mente humana no sólo recopila conocimientos, también los realiza. Esta realización mental es original no instrumental, pues observa, pregunta y toma nota de las cosas del mundo externo.


Estas actividades indican que el entendimiento es una propiedad y una actualidad. La propiedad es la inteligencia por la que en cada individuo el conocimiento no está hecho —esto sería monótono— sino que tiene que labrarse y cuyo resultado es la manifestación de un talante esforzado. Ahora, el que no sienta la inteligencia cual propiedad suya, con sus grandezas y miserias, entonces la manifestación de aquel talante caería en la malinterpretación de su próspera actitud y daría paso, no a la aprehensión real de las cosas, sino al conflicto de las solas ficciones con ellas. Por eso, el conocimiento es como la recompensa de las grandes fatigas de la inteligencia al momento de dilucidar de los objetos el qué, el por qué y el cómo.


En estas locuciones interrogativas consiste la actualidad. El qué orienta la mirada de la inteligencia al dominio de la esencia de los entes; pero este dominio no es quitar y eludir de ellos lo que ellos proporcionan; es, por el contrario, elmodo de hacer que ellos destapen la distribución equitativa de los rasgos que la inteligencia conserva conociéndolos.


Precisamente sobre este gerundio emerge el por qué. Con él la inteligencia se impulsa a la profundización más cuidadosa de los rasgos abstraídos — imposible abarcarlos todos a la vez— de las cosas retirándose a la vez de ellas para en ella evaluar las imágenes. En la imaginación los objetos ya no hieren de lejos a los sentidos, tacto, vista, oído, gusto, olfato, etc.; están retenidos no en el alboroto de las sensaciones, sino en el sosegado silencio de la reflexión.


Justamente en esto opera la memoria (reminiscencia) de los por qué, los cuales hacen prevalecer lo mejor que en las representaciones se conserva.


Ahora, ¿cómo conseguir que estas representaciones no perezcan dentro de la cabeza? Es exactamente el problema del cómo. Una imagen falsa difunde desconfianza, y la premura insospechada, vehemente, favorece el tumulto de las opiniones en torno a lo que no es. Por consiguiente, el mejor cómo que debe
abrirse en el propósito de saber lo que es verdadero y lo que es falso atañe a la reflexión. La prudencia a la hora de ejercitarla en aquella distinción se impone al conocimiento, pues en éste ya no es lo que ha de parecer sino lo que ha de ser.

De esta manera, la genuinidad del conocimiento sustenta la teoría sobre el mismo, y la teoría evita dar rienda suelta a la lengua, pues el bullicio de ésta ocasiona más fraudes que la certeza de saber cómo el conocimiento es actuado por la inteligencia y cómo en ella las cosas despejan conformemente su
actualidad.


Lo simple y lo complejo en el conocimiento Son dos categorías que no desesperan a la inteligencia en su afán de conocer, sino que la estimulan en un proceso ascendente hacia lo que es único e intransferible: el ser. Desde luego, lo simple es la medida de lo complejo, y en éste aquel cultiva el máximo de su efectividad. La efectividad de lo simple no es un momento fugaz del intelecto; más bien es el medio principal con que éste llega a la entraña de las cosas; comienza tanteando en lo externo la especialidad
que les genera tal forma; cómo en ésta se condensan caracteres amplísimos y desconocidos y cómo su estudio instituye una tarea necesaria del cerebro y no un artificio de simplificaciones incoherentes.

Lo complejo —siguiendo el ritmo hermenéutico de lo dicho acerca de lo simple— solicita a la inteligencia esclarecer cómo la particularidad de un elemento en determinada propiedad (cosa) sucede al otro y cómo en dicha sucesión se sostienen uno a otro. Observar la lógica de esta sucesión y de este sostenimiento en una unidad objetiva (propiedad) radica en la tarea, no sin esfuerzos y sin fatigas, de trasladar esa variada proporcionalidad a la lógica del conocimiento. Ésta describe esa compleja unidad cuyo fondo es su propio desvelamiento.

Lo simple busca un análisis amplio, y lo complejo se lo facilita. Lo simple persigue el orden de la inteligencia apoyado en la compleja organización de las cosas.


Sentir y inteligir

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Dos actos diferentes pero cuya diferencia no es sino su recíproca influencia. En el hombre el sentir puede inteligir y el inteligir puede sentir. La inteligencia tiene conciencia de poseer, ser y obrar en una sensibilidad, y de transcender a través de ella a actividades superiores.

¿Podría darse un alejamiento del sentir respecto al inteligir? De darse sería sólo conceptualmente pero no realmente, a excepción de los casos de locura, de arrobamiento espiritual o sueño profundo.


Desde luego, promover tal alejamiento es promover a la vez una aversión y un desprecio. Un sentir abandonado a la pura experiencia de sí se pierde en la dispersión y en el fingimiento. Una inteligencia únicamente saturada de intelectualidad se desvanece en el repudio de la más mínima afección.

La inteligencia no se esconde en la sensibilidad cual sustancia incomunicable; ella más bien se siente vista, escuchada, inteligida en esta sensibilidad, pues una y otra se prueban y se realizan en un individuo. La lucha, por ejemplo, entre el espíritu y la carne se despliega en esa unidad sensibilidad y inteligencia, y no hay que forzar tanto la imaginación para notar la autobiografía de quién es y está inmerso en tal combate.


El apartado se intitula sentir y inteligir, apenas se registró sensibilidad y inteligencia. Esto según las normas de la sintaxis está mal escrito; la forma correcta es sentir e inteligir; sin embargo, la inscripción propuesta en el título subraya la no separación o el dualismo irreconciliable entre ambos momentos;
recalca, por su parte, un problema viviente de existencia y transcendente realidad.


Un problema viviente porque su recta explicación exige verdadero esfuerzo y tesón, para evitar la caída en un drama desgarrador y trágico, demasiado pesimista, y además porque el hombre es viviente y posee vida para algo más que para servir de esclava a sus apetitos. Cuando se agrega de existencia y transcendente realidad quiere resaltarse que con la voz transcendente no se patrocina una ruptura con la sensibilidad, pues aun en los actos pensar, meditar, cavilar, etc., en donde pareciera que los
sentidos fuesen al menos momentáneamente inoperantes, inactivos, son más bien sentidos sin sentirlos porque están en la inteligencia y para ella como exclusivamente suyos.

Esta expresión exclusivamente suyos señala que siendo ambos en una inseparable cohesión —sentir y inteligir— lo discurrido en conocimiento por la inteligencia consiste en una aprobación de lo que al momento provee la sensibilidad. Por consiguiente, esta provisión no es anterior o posterior, como si lo anterior correspondiese a la sensibilidad y lo posterior a la inteligencia, sino a una; y esta expresión indica que ningún fenómeno interno o externo es desconocido al hombre, pues sintiéndolos y inteligiéndolos al mismo tiempo distingue lo que de ellos le perjudican de lo que sin duda le favorecen. La diversidad entre sentir y inteligir Al examinarla es imperceptible; pero pregúntese, ¿dónde se ubica el sentimiento? Inmediatamente se responde en el pecho, específicamente en el corazón. Y ¿dónde se ubica el conocimiento? En la mente, para ser más precisos en la conexión física entre cráneo y cerebro. Es decir, existe una diversidad real entre los estados fisiológicos y psíquicos, mas no una diferencia que intelige en
cada cual, por ejemplo, un hombre distinto. A los sentidos no puede concurrir una sensación engañosa sin que pase inadvertida por la inteligencia.


Por supuesto, muchos recogen sobre la sensibilidad la causa de las inexactitudes acerca de la realidad de las cosas, y no advierten que los ojos que han visto las cosas no son distintos de los que ahora las ven. ¿Dónde está el error y sobre cuál recae la licitud? La aprehensión trabaja aprehendiendo, pero no es a ella a quien se le pide corregir los errores captados, sino a la inteligencia que ya en ella y con a ella determina la firmeza sentida de ciertas verdades. Por eso, la licitud de los hechos ofrecidos a los sentidos, al convertirse en fenómenos de conciencia, el conocimiento del valor de los mismos no varía como si se tratara de eventos totalmente nuevos. La inteligencia no los deforma en el sentido, al contrario antes de la admisión definitiva los escruta, porque definitoria es la realidad que paulatinamente, sosteniéndose tal ante los imprevistos abusos del sentir como del inteligir, se descubre infalible en el aporte, no sólo de uno o de otro, sino de ambos. El sentir no finge los hechos que siente, concretamente los siente; y la inteligencia les brinda seguridad para no hacer de dicha contribución un arrebato sospechoso de veracidad. En este sentido conviene volver al vocablo transcendencia y preguntar por su auténtico significado en la teoría del conocimiento. Es llegar desde lo humano, en lo humano, por (a través) de lo humano, en una sensibilidad que no entorpece a la inteligencia en su ir hacia un conocimiento más noble, más fecundo y más auténtico. Por eso, el vocablo transcendencia no significa un salto fortuito y presuroso a lo más perfecto del entendimiento, ya que en una operación así lo más perfecto no sería sino un desprecio a la génesis, sensibilidad y inteligencia, donde aquel asciende y mejora, donde, en pocas palabras, está siendo engendrado.

En este sentido, el juicio que manifiesta aborrecimiento por lo sensible, por la carne, relega a lo inmundo el estado fisiológico en donde están labrándose y prosperando en cuanto notas superiores la inteligencia, el sentimiento y la voluntad. En fin, la palabra transcender señala, además de un concepto, un contenido experimentado de un ir hacia que formaliza, descubre lo mejor que del hombre y en él emerge: el conocimiento. Éste no prueba a superhomos1 sino a un hombre que vive y fragua armonía en la diversidad sentir y inteligir.

La razón y el conocimiento

La crítica pareciera fragmentar ambos elementos, y a la vez quedar inmune de toda manipulación intencionada. No obstante, una crítica en solitario es imposible sin que los elementos analizados y éstos tengan su sentida actuación al momento de elaborar cualquier juicio. La razón no prevalece sola frente a
todos los demás (aprehensión, impresión, afección, intelección, altera realitas, concepción, etc.), pues la legitimidad y genuinidad de los razonamientos a medida que van ordenándose en tales maneras de percibir y desgajar lo percibido surgirán cada vez más auténticos.

Por eso, el conocimiento no es una adición a la razón cuando ésta se queda corta, y por lo cual se ve impelida a ceñirlo con demasiada estrechez, casi obligando a quien la posee y la dirige a fabricar una nueva. Razón y conocimiento —movidos en la unidad de aspectos del viviente humano— evitan de este modo la monotonía del saber sobre los objetos y proporcionan claridad a un pensamiento que continuamente tiene que renovarse.

Esta renovación radica en un criar la razón el pensamiento sabiéndolo, porque ella no es su única artífice. Kant, por ejemplo, habla de los límites de la razón, pero también respecta alegar sobre la prudencia de la misma. Ella no únicamente ordena la organización de las percepciones; está en un cuerpo dotado de sentidos por el que no razona menos de lo que se exige de ella. La falta de ingenio o de memoria, por ejemplo, resulta cuando se deja señorear a la curiosidad en la aprehensión de lo externo y las notas superiores inteligencia, razón, sentimiento, voluntad se retraen exclusivamente a ser cómplices del espectáculo de aquella. En este aspecto, la razón no puede asemejarse al acto de aprehender, tampoco exceptuarlo, porque la aprehensión espera mucho más de ella: meditación, reflexión, exclusión de lo ventajoso de lo contraproducente, etc. El conocimiento y la razón para nada son en el cuerpo dotado de sentidos viento que camina y no vuelve , sino espacios de una instrucción que avanza no encubriendo sus errores sino enmendándolos en la medida de sus posibilidades.


Desde luego, obviar el error, presumir una razón y un conocimiento puros, es esquivar la ocasión de los conceptos verdaderos y depositar en ellos una autoridad ficticia sobre concepciones fabulosas. En fin, según lo expuesto la teoría del conocimiento, es una teorización que se busca en un conocimiento
experimentado y que sentientemente —no trancado en la simple curiosidad de los sentidos o en las pretensiones de una razón esclavizada a la cruda racionalidad— entiende, por ejemplo, la realización vital de esta sentencia sobre la conciencia, «manda no hacer a otro lo que uno no quiere sufrir»

Citas Bibliográficas:

1 VEGA, Ángel Custodio, «Prólogo a las Confesiones», 49.
2 Cfr. Confesiones, VII, 12, 83. En adelante se abreviará Conf. Para afianzar la recurrencia a
San Agustín cotejase HESSEN, Johannes, Teoría del Conocimiento, 53.71-72.85.91.95.108,
nota (1) en la que apunta esta otra obra: San Agustín y su significación en la actualidad,
Stuttgart, 1924.

3 Cfr. Conf., I, 13, 20, 91, nota 56: Ps 77, 39. Cfr. HEIDEGGER, Martin, «Primera Parte. LA
INTERPRETACIÓN DEL DASEIN POR LA TEMPOREIDAD Y LA EXPLICACIÓN
DEL TIEMPO COMO HORIZONTE TRASCENDENTAL DE LA PREGUNTA POR EL
SER. Primera Sección. Etapa preparatoria del análisis fundamental del Dasein (***).
CAPÍTULO PRIMERO. La exposición de la tarea de un análisis preparatorio del Dasein. §

  1. El tema de la analítica del Dasein», 69, nota 1: Confesiones, lib. 10, cap. 16.
    4 Conf., I, 18, 29, 100, nota 79: Tob 4, 15.

BIBLIOGRAFÍA

HEIDEGGER, Martin, Ser y tiempo, ed. esp. Jorge Eduardo Rivera C., TROTTA,
Madrid, 20032, 497.

HESSEN, Johannes, Teoría del Conocimiento, ed. esp. José Gaos, ESPASA-
CALPE, Madrid, 197313, 149.

SAN AGUSTÍN, Obras completas II. Las Confesiones, ed. esp. Ángel Custodio
Vega, BAC, Madrid, 200210, 612.
VEGA, Ángel Custodio, «PROLOGO A LAS “CONFESIONES”», Obras
completas II. Las Confesiones, BAC, Monasterio de El Escorial (Madrid), 28
de agosto de 1945, 1-65.

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Padre Horacio Carrero

Doctor en Filosofía - Profesor del Seminario San Buenaventura de Mérida

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